Parece que "ir a Bolonia" sea un ritual de iniciación para todas las editoriales acabadas de nacer y de las que nunca nadie ha oído hablar. ¡Bien, hemos ido a Bolonia!
Para empezar, la feria hace casi el mismo tamaño que la ciudad. Es tan gigantesca que al final del día, mi teléfono no tan inteligente me decía que había "corrido" 15 km. Hay más terminales que en el aeropuerto de Barcelona y gente de todo el mundo hablando todos los idiomas, que compra y vende libros durante cuatro días sin parar. Por los pasillos, editores, agentes, libreros, dibujantes hablan por teléfono, deambulan, van de una reunión a otra, comen un helado o un calzone. (N.B.: tener siempre diez minutos entre cada reunión es recomendable, porque cambiar de hall es 1 km de carrera.) Es fascinante e intimidante a la vez: como joven editora, te sientes como los estudiantes que trabajan por primera vez: ¿qué hago aquí? ¡Me he colado!
Este año, la feria destacaba el trabajo de los editores coreanos. Especialistas del objeto y del papel, precursores en materia de silent books (una manera muy bonita de describir los libros sin palabras), pasear por su zona te producía un efecto similar al del primer contacto humano con el fuego. Uaaaau, ¿esto es un libro? La diseñadora que llevo dentro abría de par en par los ojos para no perderse ni una miga de aquel espectáculo fabuloso. Intenté recorrer toda la feria: no lo conseguí. La primera noche, llegué a casa con la cabeza como un bombo.
El segundo, ya sabía un poco más qué quería ir a buscar. Fuí hacia el stand de los franceses, que fabrican unos libros muy bonitos que te dan muchas ganas de leerlos hasta que... hasta que los abres y te das cuenta de que no son libros para niños. Cuanto más recorría la feria, más me iba dando cuenta de un fenómeno muy curioso. Estaba lleno de libros gloriosos en cuanto al objeto y absolutamente alejados del juego, de la épica y de los mundos imaginarios. Miyazaki o Ungerer se arrancarían el cabello: ¿en qué momento las aspiraciones gráficas de los padres han sustituido el relato de los niños? El libro objeto, perfecto para un pequeñín de menos de tres años en plena exploración de sus cinco sentidos, deja de ser el mejor compañero cuando pasas la barra de los cinco y te inventas historias sin la ayuda de nadie. Lo que quieres, entonces, son historias, más historias, y cuanto más alejadas de la escuela, de los padres y de la vida terrenal, ¡mejor!
Mientras hojeaba leporellos y otros inventos hijos de Munari, me hacía la pregunta de qué me hacía feliz cuando leía de niña. Recuerdo muy poco la forma de los objetos: de hecho, muchos de los libros que me encantaban tenían el formato clásico de los álbumes o de los libros ilustrados. Lo que sí recuerdo son ilustraciones que me hicieron viajar o reír, personajes que me hacían compañía (bendecido sea Roald Dahl, ¡dejen de fastidiarlo!) y relatos que me inspiraban para inventar los míos. Si me hubieran regalado algún libro de Munari, se habría cubierto de polvo en la mesilla de cristal de la sala.
¿Quiere decir que no se tienen que hacer, estos libros? ¡Claro que sí! Son preciosos, y me voy a llenar los ojos de maravillas durante dos días. Pero no son libros de niños. Bolonia no es una feria del libro infantil, sino una feria del libro ilustrado.
¿Cómo se puede llamar Bologna Ragazzi, si no vi ni uno, de ragazzo?